Editorial
Los líderes mitológicos
Por Ricardo J. Cornaglia
La mitología es común a todas las
civilizaciones conocidas. El rol de los mitos acompaña a la cultura y cumple
una función cohesionadora de la sociedad desde que en la humanidad se produjo
la revolución cognitiva, que acompañó al paso de la tribu nómade, de cazadores
y depredadores, al asentamiento necesario y consecuente de la comunidad de
agricultores. Es signo distintivo del homo sapiens, en el que se apoya
la construcción del poder, sujetando a los seres humanos y sus comunidades a
reglas de conducta imperativas. Sus secuelas están presentes, por ser matriz
cultural formativa de las comunidades.
Para que la vida en sociedad sea posible,
se necesita de herramientas cohesionadoras de la existencia en común, paridas
por la imaginación. El derecho es una de ellas. Es estructural de la familia,
la tribu, el clan, la ciudad, las naciones, los imperios. Constituye la forma
de racionalizar los vínculos de poder.
Esa función, primariamente, ha sido
heredada de la mitología.
La cultura de un pueblo crea el mito, para
ordenar el caos de las relaciones intersubjetivas por las que circula el poder,
mediante un entramado de complejos vínculos de dominación. Y el mito llega
hasta nuestros días, vistiendo de oropeles la política y haciendo del político
un entorchado, con uniforme de líder y pretensiones de jurista. Propenso a la
soberbia y con voz de mando.
Pero para dominar un arte como el derecho,
se necesita de la sabiduría de saber negarse al abuso del poder, si es
necesario, para rescatar al hombre con su humanidad e integridad implícitas. El
hombre y sus circunstancias. El hombre en ejercicio de la mayor libertad existencial
posible.
Durante milenios, el soberano y el ejercicio
de la soberanía, se fundaron en el trascendentalismo divino como mito
sustentador de monarquías e imperios, actuando como legitimador de las normas
imperativas. Las naciones y los imperios se apoyaron en el mito del poder
dimanado de dioses, algunos buenos, otros malos. Todos amenazantes, de los que
emanaron las reglas de conductas que debían seguir sus súbditos.
El mito del poder divino, que legitimó al
líder social que era rey o emperador si podía, acompañó al desarrollo de las
naciones y los imperios, hasta el presente. Y pese, a que la mitología del autócrata,
debió ser sustituida por la del demócrata y al soberano pueblo, se debió pasar
a rendir cuentas.
Lo que diferencia al autócrata del
gobernante democrático es el mito racionalista del ordenamiento de la elección
de los mandados a mandar. El demócrata manda por obedecer a los valores que
sirven al otro, en función del mito de la soberanía popular electiva,
cumpliendo las mandas de los constituyentes del poder que hereda para servir.
Como vemos hay mitos y mitos. Algunos para
servirse de ellos. Otros para servir a otros. En la democracia, la otredad es
un culto, humilde, pero cargado de dignidad.
El líder liberador, nunca manda para sí, a
los efectos de detentar y acrecentar el propio poder.
Este es un peligro implícito en los
regímenes republicanos que hacen del presidencialismo un culto mitológico, que
opaca las funciones de los otros poderes del Estado. Los termina por debilitar
y anular en sus funciones naturales.
Paradójicamente, cuando el presidencialismo
abusa de su poder, abandona su función natural y la gestión administrativa
termina por ser pésima. Costosa. Inútil.
Los
mitos nunca rinden cuentas.
Los líderes con pretensiones mitológicas,
como los dioses, siendo mandatarios, obran como mandantes. No responden ante el
poder de la soberanía popular, ni a la ciudadanía republicana. No se consideran
servidores públicos, obligados por todos. Los más y los menos, según sus
razones.
En los Estados federativos, se constituyen
en el mal ejemplo a seguir por los émulos provinciales y comunales. La
estructura funcional racional de un poder complejo en un universo mitológico
solo termina en el caos.
En el caos, no se cura, no se estudia, no
se trabaja, no se alcanza el alimento. Se vive en una retórica de sueños.
Agazapado y con miedo, el hombre enfrenta a la realidad. Es dura. Como nuestro
presente. Resulta difícil supervivir y especialmente difícil, ejercer la
abogacía, de y por la supervivencia. Al servicio de la defensa de otros. Pero
todo lo que vale, cuesta.