Vaya al Contenido

email: info@ladefensa.com.arsuscriptores@ladefensa.com.ar

La constitucionalidad de la normativa de emergencia sanitaria
Interrogantes y consideraciones
Por Guillermo E. Pérez Crespo

1. Algunas consideraciones previas.

No debieran constituir motivos válidos de discusión la existencia de una pandemia, que viene alterando profundamente las relaciones sociales en todo el planeta, y la procedencia de la sanción en nuestro país de una normativa de emergencia sanitaria destinada a enfrentar la situación con las herramientas disponibles.
Se ha señalado que la excepcionalidad de las circunstancias permite una limitada y racional restricción de algunas garantías constitucionales , y a la vez abre las puertas al dispositivo del art. 99 inciso 3 CN, por el que el Poder Ejecutivo asume, con ciertos condicionamientos y prohibiciones, determinadas facultades propias del Legislativo (decretos de necesidad y urgencia).
En este contexto tan particular llegó a expandirse por los medios de prensa el mensaje de algunos intelectuales sobre el alumbramiento de un mundo nuevo post pandemia, más racional y equitativo.
Pero, más allá de las necesarias medidas intervencionistas, adoptadas por algunos gobiernos más que otros, que ponen en cuestión puntuales principios y estrategias de la predominante ideología del capital, lo cierto es que en la pandemia asumen una magnitud exponencial las diferencias sociales, y las implicancias de la misma la sufren más lo sectores postergados y marginados por las políticas económicas, aunque obviamente ninguna clase o sector social quedó íntegramente libre de sus efectos.
En el caso puntual de la Argentina, las consecuencias de las políticas económicas, en particular -pero no exclusivamente- de los últimos cuatro años, han llevado al duro desafío de enfrentar la emergencia con una estructura sanitaria absolutamente desmantelada y desprovista de lo más básico. Y las características de la marginación de amplias capas de la población en lo que hace a vivienda, estructura de servicios públicos, alimentación, vestimenta y salud, han agravado aún más el duro momento que nos toca vivir.
Para finalizar, es claro que, en una sociedad estructurada en clases, donde las magnitudes de poder son tan desiguales, los márgenes de acción de cualquier gobierno son por cierto reducidos, y forzosamente se incurre en contradicciones casi insalvables, más allá de estrategias y voluntades.
En este limitado, parcial y muy resumido contexto introductorio -expuesto al solo efecto de poder apreciar las dificultades de cualquier respuesta estatal a una coyuntura tan particular y compleja- cabe ahora analizar algunos elementos de la política de emergencia en el marco de sus aciertos y desaciertos.

2. Primeros interrogantes .
Pareciera haber coincidencia mayoritaria en que ha sido y es correcta la decisión por parte del Poder Ejecutivo de imponer un aislamiento social, preventivo y obligatorio (ASPO) para reducir o siquiera frenar temporariamente la expansión del virus.
Las comparaciones con las consecuencias de las políticas desarrolladas en países como Brasil y Chile resultan escasamente diplomáticas, pero han servido para instalar una convicción en ese sentido.
Sin embargo, ya esta decisión implica una primera dificultad: la normativa estableció que un grueso de la población quedara en sus casas para evitar contagiarse el virus y así proteger sus vidas, y otros ciudadanos fueran a trabajar -obviamente arriesgando- para que el resto de la sociedad pueda subsistir (industria alimentaria), no perder sus vidas (personal de salud) o no corra riesgos mayores (bomberos, seguridad), entre otros varios supuestos contemplados expresamente en el decreto de necesidad y urgencia (DNU) 297/20.
Ya aquí se está en presencia de un acto de discriminación que podemos o no considerar lícito, e incluso válido, pero no soslayar.
La pregunta reside en quién, en base a qué facultad y con qué criterio, decide quiénes arriesgan sus vidas al ir a trabajar y quiénes quedan protegidos en sus casas ante una pandemia que parece de tanta gravedad.
En la medida en que inevitablemente se vulneran aspectos relacionados con garantías y derechos personalísimos, hay factores de racionalidad y excepcionalidad que resultan exigibles como requisitos de justificación.
En función de su análisis de las necesidades y prioridades de la sociedad, el gobierno decide quiénes quedan a uno u otro lado de la frontera de la protección de la salud y la vida, y resulta manifiesto que en el ejercicio tan excepcional de esta facultad debe requerirse un alto grado de racionalidad y obrar en función de condiciones objetivas.
Y si bien en la primera división en la etapa inicial de la emergencia se advierte una cierta lógica que podría considerarse justificada, por lo menos desde una supuesta racionalidad social, la instrumentación particularizada de la misma no parece tan clara y dejó traslucir arbitrariedades y situaciones manifiestamente injustas.
En algunos casos por el discutible rol asumido por el Ministerio de Trabajo, que tenía a su cargo la reglamentación e instrumentación de la política de aislamiento respecto del mundo del trabajo, en el marco de la normativa de emergencia.
Si no cabría duda respecto de la excepcionalidad de la industria de la alimentación, no hubo siquiera el más mínimo intento de diferenciación entre lo que es realmente alimentación y lo que podría denominarse industria de gustos (golosinas, galletitas, facturas, snacks, chocolates, etc.), actividades de las que la sociedad podría prescindir, por lo menos por un lapso determinado de tiempo, evitando que los trabajadores de las mismas corrieran riegos que a la vez pudieran expandirse a sus familias.
En distintos establecimientos en el Gran Buenos Aires hubo conflictos e intentos de resistencia de trabajadores de esas actividades menores, quienes en varios casos manifestaron colectivamente compartir la sensación de miedo del resto de la población ante el virus y sostuvieron que su producción no era esencial sino absolutamente prescindible.
Pero la respuesta de la autoridad ministerial fue inmediata y contundente, advirtiendo sobre la ilegalidad de cualquier medida gremial en ese sentido y dictando resoluciones intimando a continuar tareas, sin siquiera detenerse a analizar la supuesta esencialidad de las mismas .
No parece haberse respetado en estos casos ni el factor de excepcionalidad -por el que habría que haberse restringido en forma adecuada la habilitación de ciertas tareas- ni el de racionalidad necesaria.
Otra seria cuestión que guarda relación con la política llevada adelante por el Ministerio de Trabajo guarda relación directa con la deplorable redacción de la resolución 207/90.
En el caso de los padres/madres de hijos/hijas menores de edad, en el art. 3 se determinó que la inasistencia de uno de los progenitores para cuidar de los mismos durante el período de suspensión de clases debía considerarse ausencia justificada, separando esta situación del listado de aquellas que dan lugar a licencias.
Si bien en muchas actividades y empresas se acordó con sindicatos y comisiones gremiales el pago de haberes de estas ausencias, lo cierto es que la resolución omitió -pareciera que no inocentemente- determinar la obligatoriedad del pago salarial.
El cuidado de los hijos no es simplemente un derecho sino lo que en doctrina se conoce como derecho/obligación: sobre los padres reside también una carga impuesta por la sociedad, carga que están obligados a cumplir.
La responsabilidad de padres y madres se integra con deberes y derechos, regulados en los arts. 638, 639, 646, 648, 649, 650, 658 y cc del Código Civil y Comercial.
Si en el marco de la emergencia se decidió que niños y niñas no fueran a la escuela, en resguardo de ellos y el conjunto de la sociedad, y se les impuso a padres/madres que uno de ellos dejara de concurrir a su trabajo para asumir la tarea de cuidado, la resolución que justifica la ausencia, pero no la establece como licencia paga no parece superar el control de racionalidad.
En el caso de los estatales, el tema adquiere aristas particulares, ya que se les niega la posibilidad de ausentarse cuando estando en esa condición cumplen actividades consideradas esenciales, lo que excede la cuestión del pago salarial.
El art. 6 del decreto 167/20 del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires excluyó a sus dependientes que cumplen tareas en determinadas actividades consideradas esenciales de la posibilidad de gozar del beneficio de ausencia para cuidado de hijos menores. Ante la actitud de las autoridades de no permitir excepción alguna, vulnerando así derechos humanos fundamentales, hubo obviamente reclamos; cabe citar el de una trabajadora del Hospital Rivadavia, de familia monoparental y con un hijo con discapacidad, que se vio obligada a recurrir a una acción de amparo para poder cuidar del mismo .
El art. 3 de la resolución 90/2020 de la Jefatura de Gabinete de Ministros de la provincia de Buenos Aires autoriza la inasistencia de los trabajadores estatales a sus lugares de trabajo, con goce íntegro de sus salarios, “cuando se trate del progenitor, progenitora o persona adulta responsable a cargo, cuya presencia en el hogar resulte indispensable para el cuidado del niño, niña o adolescente”.
Pero el art. 5 de la misma resolución excluye de esa licencia a trabajadores y trabajadoras estatales de la salud (exclusión luego extendida a los de los organismos de la niñez), a los que se les han rechazado todos los pedidos de licencia, incluso en el caso de trabajadores o trabajadoras con familias monoparentales.
En este caso, la exclusión, además de arbitraria, parece resultar ilícita, en cuanto se encuentra vigente el decreto 3413/79 del Régimen de Licencias, Justificaciones y Franquicias, el que en su art.14 inc. c) establece que se justificarán las inasistencias, con goce de haberes, en casos motivados por "… casos de fuerza mayor, debidamente comprobados"; artículo que no pudo haber sido derogado ni dejado sin efecto por una resolución de la Jefatura de Gabinete, ni aun en el marco de la emergencia porque también por el lado de los niños y niñas hay derechos fundamentales en juego.
En todos estos casos están en juego derechos consagrados en  la Convención sobre los Derechos del Niño, de jerarquía constitucional según el inc.22 del art.75 CN, en la que se establece que las medidas que tomen las instituciones públicas de los estados partes deberán atender primordialmente al interés superior del niño, comprometiéndose “a asegurar al niño la protección y el cuidado que sean necesarios para su bienestar, teniendo en cuenta los derechos y deberes de sus padres, tutores u otras personas responsables de él ante la ley y, con ese fin, tomarán las medidas legislativas y administrativas adecuadas”.
En el mismo sentido, el art.30 de la Declaración Americana de los Derechos del Hombre, también de jerarquía constitucional, establece que toda persona tiene el deber de asistir y amparar a sus hijos menores de edad.
La Constitución de CABA establece en su artículo 10 que rigen en el ámbito local “…todos los derechos, declaraciones y garantías de la Constitución Nacional, las leyes de la Nación y los tratados internacionales ratificados y que se ratifiquen. Estos y la presente Constitución se interpretan de buena fe. Los derechos y garantías no pueden ser negados ni limitados por la omisión o insuficiencia de su reglamentación y ésta no puede cercenarlos…”. Y estas garantías se encuentran también reglamentadas en las leyes 114 (de protección integral de niños, niñas y adolescentes) y 153 (ley básica de salud).
En su art. 36 la Constitución de la Provincia de Buenos Aires establece en el inc. 1 que la Provincia establecerá políticas que procuren el fortalecimiento y la protección moral y material de la familia, que es el “núcleo primario y fundamental de la sociedad”. Mientras que en el inc.2) del art. 36 establece que “todo niño tiene derecho a la protección y formación integral, al cuidado preventivo y supletorio del Estado en situaciones de desamparo y a la asistencia tutelar y jurídica en todos los casos”.
Pareciera evidente que las autoridades, más allá de las urgencias de la emergencia, debieron haber tenido un mayor cuidado en el respeto de derechos humanos fundamentales que en algunos de estos casos han sido avasallados arbitrariamente.
Otras deficiencias pueden rastrearse en el manejo de la política de emergencia, donde se han adoptado decisiones que difícilmente superen el control de racionalidad al que hice referencia como requisito esencial de validación de cualquier medida.
Pero por obvias razones de importancia prefiero pasar ahora a una cuestión aún más seria y preocupante, donde el avasallamiento de derechos está costando vidas.
Vuelvo para ello a la ya citada resolución 90/20 de la Jefatura de Gabinete de Ministros de la Provincia de Buenos Aires.
De fecha 17 de marzo, en su texto se aprueban normas de seguridad para los trabajadores estatales en la provincia.
En su art. 1 se habilita a las personas que trabajan en el sector público provincial, que estén cursado un embarazo o que fueran consideradas población de riesgo, a no asistir a sus lugares de trabajo, pudiendo en su caso cumplir en sus domicilios las tareas asignadas.
A continuación, se define como sector de riesgo a todos los mayores de 60 años, todas las personas inmunosuprimidas, todos los pacientes en tratamiento oncológico, y las personas que padezcan: enfermedades respiratorias crónicas, enfermedades cardiovasculares, diabetes, obesidad mórbida, insuficiencia renal crónica en diálisis o con expectativa de ingresar en diálisis.
En el párrafo final de dicho artículo se agrega que ese listado podrá ser actualizado por el Ministerio de Salud (de hecho, con posterioridad se agregaron otras patologías).
En los considerandos de la resolución se manifiesta que la misma responde a lo indicado por las autoridades sanitarias.
Y el listado de excepciones resulta coincidente con las indicaciones de la Organización Mundial de la Salud y lo resuelto por el Poder Ejecutivo Nacional, así como lo dispuesto en la resolución 207/20 del Ministerio de Trabajo de la Nación.
Pero en el art. 5 de la resolución de la Jefatura de Gabinete, en lo que a primera vista aparece como una grave contradicción con los propios considerandos, se establece que el personal dependiente del Ministerio de Salud, cualquiera sea su régimen estatutario, deberá cumplir sus tareas con las siguientes únicas excepciones: personas inmunosuprimidas, pacientes en tratamiento oncológico, y personas mayores de 60 años que padezcan enfermedades respiratorias crónicas, enfermedades cardiovasculares, diabetes, obesidad mórbida o insuficiencia renal crónica en diálisis o con expectativas de ingresar a diálisis próximamente.
De una lectura del art. 5 de la resolución se desprende:
- que las personas embarazadas que trabajan en Salud no quedan exceptuadas de cumplir tareas en sus lugares de trabajo
- que las personas con enfermedades respiratorias crónicas, o enfermedades cardiovasculares, diabetes, obesidad mórbida o insuficiencia renal crónica, sólo quedarán exceptuadas de concurrir a sus lugares de trabajo a cumplir tareas, cuando tengan una edad mayor a 60 años.
Cabe aclarar que no es una cuestión de interpretación de la norma: así se está aplicando.
Si la razón en que se funda la disposición del art. 1 de la misma resolución, tal como se desprende de los considerandos, es la protección de la vida de los trabajadores que integran esos grupos de riesgo, resulta inexplicable e injustificable desde cualquier valoración ética y en cualquier emergencia, que otros trabajadores en iguales condiciones (embarazo, o con patologías de base, aunque menores a 60 años) deban arriesgar su vida en lugares de trabajo aún más expuestos a riesgo de contagio.
El hecho de habilitar a un grupo de personas a no concurrir a sus lugares de trabajo por considerar la administración que corren riesgo de vida, y no habilitar en el mismo sentido a otro grupo en iguales condiciones, pero trabajando en lugares de aún mayor riesgo, constituye una conducta discriminatoria que no solo no supera el control de racionalidad, sino que aparece como inexcusable, abiertamente violatoria de las garantías contenidas en los arts. 14 bis, 16, 43, 75 y cc de nuestra Constitución Nacional, en tratados y pactos internacionales y  en convenios de la OIT que prohíben discriminar ilícitamente a los trabajadores.
Las necesidades de la administración de hacer frente a la pandemia deben tener un límite cuando están en juego en forma tan directa y concreta valores fundamentales.
Ya en el primer punto hice intencionalmente referencia a los condicionantes que limitan la acción de las autoridades en el tratamiento del fenómeno de la pandemia, a la importancia de medidas de emergencia sanitaria decididas con carácter de necesidad y urgencia para intentar limitar el contagio y la cantidad de enfermos y de muertes. No es eso lo que aparece en discusión en este caso, ni tampoco la constatación de las enormes y preocupantes deficiencias en un sistema de salud devastado por la inoperancia y desentendimiento cómplice de anteriores gestiones.
Pero las deficiencias en estructura, equipamiento e instrumentales, no parece ser razón suficiente para obligar a quienes están en los grupos de riesgo (definidos en el art. 1 de la propia resolución) a trabajar en lugares de elevado riesgo de contagio, donde pueden perder la vida.
Si los trabajadores están en grupos de riesgo por razones de embarazo o por enfermedades serias de base, que la propia norma define, lo están objetivamente, sean o no empleados de la gestión de salud.
Si eso es así, y de por sí se advierte como razón suficiente para habilitarlos a no concurrir a sus lugares de trabajo, con mucha más razón se hace necesaria e imprescindible esa habilitación o dispensa cuando son personal de salud, donde el riesgo es mayor .
Cabe interpretar que desde el gobierno de la provincia de Buenos Aires se entiende que está facultado a discriminar por razones de la propia incompetencia estatal (más allá de la responsabilidad de cada gestión, el estado siempre es el mismo), y a proteger del riesgo a unos, por integrar determinado grupo, y obligar a arriesgar la vida a otros, que integran el mismo grupo, y están expuestos a un muy superior riesgo de contagio.
Con este caso -creo que en lo jurídico uno de los más serios y sintomáticos de los desafíos que nos toca enfrentar como sociedad en la pandemia- cierro este primer punto. En el mismo hay una constante que nos interpela y que tiene que ver con el componente esencial de extrema racionalidad que cabe requerir cuando en función de una emergencia de magnitud se vulneran garantías constitucionales vinculadas a derechos humanos fundamentales.
Los ejemplos citados nos llevan necesariamente a interrogarnos si ese factor se ha respetado en forma adecuada.

3. Dos resoluciones de dudosa constitucionalidad.
Una de ellas, la muy discutible (más allá de la argumentación expuesta en sus considerandos) resolución 352/20 del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, por la que se dispuso la suspensión por 180 días desde su publicación (27 de abril) de los efectos y plazos de permanencia de empleadores, y de la incorporación de nuevos casos, en el Registro de Empleadores con Sanciones Laborales (REPSAL) ordenado por la ley 26.940.
En ese registro se incluyen los empleadores que no registran trabajadores, que obstaculizan o impiden las inspecciones de la autoridad administrativa laboral, aquellos condenados judicialmente por aplicación de la ley 24.013, o por recurrir al trabajo infantil, o aquellos también condenados en sentencia firme por violación a la ley de prevención y sanción de trata de personas.
Los argumentos relativos a las dificultades económicas que podrían sufrir estos empleadores en el marco del ASPO y sus posibles consecuencias en sus trabajadores parecen insuficientes para premiar a quienes incumplieron y violan los derechos de sus dependientes.
Por otra parte, resulta más que controvertible la constitucionalidad de la medida: el Ministerio de Trabajo es el responsable de instrumentar la debida registración de los incumplidores, pero la creación del registro es por ley y no cuenta la autoridad de aplicación con facultades para la suspensión de su vigencia, menos cuando se trata de una decisión axiológicamente negativa que no puede justificarse ni siquiera en el marco de la pandemia.
La otra es la también polémica resolución 21/20 de la Superintendencia de Riesgos del Trabajo, estableciendo que no resultan aplicables las disposiciones de la anterior 1552/12 en relación a los empleadores que habiliten a sus trabajadores a cumplir sus tareas mediante el mecanismo de teletrabajo durante la emergencia sanitaria.
La resolución 1552/12 SRT es la que determinaba en el marco del teletrabajo la provisión de elementos de protección personal (EPP): una silla ergonómica, un extintor contra incendios, un botiquín de primeros auxilios y una almohadilla para el mouse.
Pudiera entenderse que lo intempestivo de la emergencia justificara el otorgamiento de un plazo a los empleadores para cumplir con la provisión de esos elementos, pero resulta discutible que se les exima en forma íntegra de tal obligación.
Ambas normas vulneran derechos laborales de importancia y consolidan el incumplimiento de la ley, en un exceso de la flexibilidad exigible en un contexto de emergencia. Nuevamente cabe interrogarnos hasta qué punto se supera el control de racionalidad.

4. Otras serias deficiencias.
Hay otras cuestiones que guardan relación directa con los trabajadores y con sus representaciones sindicales y que resultan motivo de particular preocupación.
En todo el tratamiento normativo de la emergencia se advierte que las autoridades parecen manejar un concepto de sociedad como conjunto de individuos o ciudadanos al margen de sus realidades colectivas y pertenencias sociales.
Así, se puso el acento en una importante campaña de difusión de la necesidad de denunciar (a través de números telefónicos reiterados una y otra vez en forma masiva) las violaciones de las normas de aislamiento por parte de vecinos. Por sobre ciertos aspectos discutibles del mensaje, el mismo puede justificarse en la voluntad de evitar la multiplicación de riesgos.
Pero no hubo un correlato similar en relación al mundo laboral, cuando en pleno período de ASPO hubo numerosas empresas que forzaron a sus empleados a trabajar pese a no integrar el listado de actividades habilitadas y no haber instrumentado mínimas políticas de seguridad: apenas sí una línea telefónica escasamente informada y ninguna campaña de divulgación al respecto.
Resulta que es bueno denunciar vecinos, pero no empleadores.
Las consecuencias de estas deficiencias en la política de aislamiento se agravan ante el hecho de que quienes más han vulnerado el mismo son las empresas de mayor precariedad laboral, obviamente sin protocolos aprobados y con muy deficientes condiciones de seguridad.
Ello en el contexto del decreto de necesidad y urgencia (DNU) 367/20 que deja fuera del reconocimiento del COVID 19 como enfermedad laboral a aquellos casos de trabajadores que cumplan tareas en actividades no habilitadas (art. 1), aun en los supuestos de ser obligados a trabajar por sus empleadores en el marco de un nulo o ineficaz control de la autoridad de aplicación .
Este esquema de pensamiento tampoco resulta ajeno a la falta de reconocimiento por parte de las autoridades respecto de los sindicatos como órganos de representación de los intereses colectivos (concepto que involucra obviamente vida y salud ) de los trabajadores.
En todas las normas sobre políticas de seguridad en las empresas y protocolos de actuación ante la pandemia se omitió el requisito de necesario control por parte de las organizaciones sindicales.
La resolución 135 del Ministerio de Trabajo de la provincia de Buenos Aires tuvo en cuenta, siquiera parcialmente, a las mismas al disponer que el protocolo elaborado por las empresas en cumplimiento de la normativa de emergencia debía ser entregado en copia al sindicato de la actividad, aunque sin precisar en forma expresa las facultades de control de éste .
Pero parece ser la única norma que reconoció, por lo menos en parte, la garantía constitucional del 14 bis y lo normado en arts. 2, 3, 31 y cc de la ley 23.551.
Más allá de que algunas organizaciones sindicales no habrían estado a la altura de las circunstancias, no hay razón para desconocer sus facultades de control de las medidas de seguridad y adecuación de protocolos ante la pandemia, y en ese sentido aparecen avasallados derechos sustentados en garantías constitucionales y en normas internacionales de protección de derechos fundamentales de carácter colectivo (Convenios 87, 98, 111, 135 OIT; Pacto de San José de Costa Rica, PIDESC y otras).
Es claro que no se trata de que el estado ceda sus obligaciones/facultades de control sino de reconocerles a las entidades sindicales su carácter de representación y la facultad de control y denuncia.
Y esta cuestión adquiere aún mayor gravedad ante la preocupante ambigüedad de la normativa sobre medidas de seguridad destinadas a proteger a los trabajadores ante la emergencia.
Si bien es cierto que las características desconcertantes de la pandemia y la difícil correlación entre derecho y ciencia hicieron en forma directa a la complejidad de cualquier respuesta, también aparecen a primera vista algunas cuestiones vinculadas a la instrumentación de las políticas de seguridad en los lugares de trabajo sobre las que vale detenerse un poco.
La abundancia de protocolos de actuación tan disímiles y contradictorios parece desmentir fuertemente al dicho popular “lo que abunda no daña”.
Ello tuvo que ver en parte con la irresponsabilidad de muchas empresas y cierta ausencia de algunas organizaciones sindicales, pero también con el grado de confusión en las instrucciones bajadas desde la autoridad y el hecho de que gran parte de las mismas no contara siquiera con sustento en norma.
Cabe aclarar que las instrucciones que dan las autoridades (nacionales y locales) no tienen un consecuente respaldo normativo: por ejemplo, la única referencia legal de “contacto estrecho” es la del DNU 260/20, de mediados de marzo, y se remite para su definición “…a los términos que establece la autoridad de aplicación…”, pero el problema radica en que en las distintas páginas oficiales se lo define de formas muy diferentes entre sí y esto repercute en los protocolos de actuación elaborados por las empresas.
Hoy las referencias (no normativas) son a aquellas personas que habrían estado a una distancia de 1, 1,5 o 2 metros (según cada versión) de un caso positivo de infección con o sin (según las distintas interpretaciones) protección de barbijo o mascarilla, por un tiempo que en algunos casos se establece como un mínimo de 15 minutos.
Por diversas razones las autoridades dan consejos o instrucciones, pero no sancionan normas sobre los mecanismos a seguir en los supuestos de casos confirmados de infección; si son consejos o lineamientos, se puede considerar que no son obligatorios para las empresas, dejándoles un amplio margen de acción para no cumplir con medidas necesarias para proteger a los trabajadores ante la pandemia.
Pero, además, algunos de esos consejos o lineamientos son excesivamente ambiguos e incluso contradictorios entre sí. Por ejemplo, hasta hace pocos días, en la página del Poder Ejecutivo Nacional se decía que ante un caso positivo había que aislar a los contactos estrechos por 14 días, y en las indicaciones del Ministerio de Salud que bastaba hacer el hisopado a los contactos estrechos y -ante un resultado negativo- podían volver a trabajar de inmediato sin esperar los 14 días. En el documento que sacó el gobierno de la provincia de Buenos Aires, aconsejando el contenido de los protocolos, la contradicción era más evidente: en una página se decía que los contactos estrechos de los casos positivos debían estar aislados 14 días, y dos páginas después hablaba de hisopado negativo y vuelta inmediata.
Cabe aclarar que el decreto 260/20 establece como obligatorio el aislamiento por 14 días de casos sospechosos y contactos estrechos, aunque no define el concepto correspondiente al segundo término. Pero aun así parecería que de sus disposiciones no solo resultaría la ilegalidad no solo de algunas de las instrucciones contenidas en varias páginas oficiales sino también del propio protocolo aprobado por la SRT para su personal, que reemplaza con el hisopado negativo la obligación de aislamiento.
Estas contradicciones generan confusión y muchas discusiones entre representantes gremiales/trabajadores y empleadores, en un contexto de ausencia de disposiciones claras.
Es cierto que una cosa es la ciencia médica y otra el derecho, y que no es posible encuadrar en la ley todos los aspectos de la pandemia, pero pareciera que debería haber por lo menos una norma que sirviera de guía.
Algunos protocolos de retorno al trabajo en distintas actividades (de los que figuran registrados en la página oficial) son totalmente superficiales, dejando entrever que todo pasa porque el trabajador se lave bien las manos y no le estornude en la cara a sus compañeros.
En muchas empresas no se cumplen medidas de seguridad básicas, y ante esa realidad tan brutal la campaña publicitaria “quedate en casa” resulta casi irrisoria .
Es en este cuadro de contradicciones y ambigüedades que adquiere otra dimensión el hecho de obligarse a trabajadores a realizar actividad en el contexto de pandemia.  

5. A modo de cierre: sobre derechos y garantías constitucionales.
En todas y cada una de las situaciones expuestas hubo deficiencias en la respuesta de la institucionalidad estatal y se vulneraron derechos vinculados a la vida y la salud de los trabajadores y sus familias, en algunos casos con consecuencias graves.
Pero no han sido estas cuestiones -concretas y directamente vinculadas con una parte importante de la población- las que parecen haber sido objeto de atención doctrinaria en los ámbitos de discusión jurídica, y mucho menos de tratamiento en los medios masivos de difusión .
Los espacios de discusión se han limitado mayormente a reflejar otra polémica, mucho más gris y tramposa, a la que también me quiero brevemente referir en contraste con la anterior.
Los derechos como tales no son derechos en solitario sino en relación a los demás. Un individuo aislado -por fuera de cualquier sociedad- carece de derechos, simplemente deberá limitarse a luchar por su vida ante la naturaleza.
Los derechos sólo aparecen, obtienen significancia, en lo colectivo, en relación a los otros.
Y, contrariamente a la visión empobrecida que suelen sostener en forma reiterada las corrientes ideológicas que derivan del liberalismo decimonónico, los derechos de una persona no terminan en los derechos de los demás, sino que es con los demás que adquieren su dimensión más íntegra, se complementan y potencian como tales.
Sin los demás no hay derecho a la vivienda, a la salud, a la difusión de ideas, todos supeditados a la existencia de sujetos pasivos -y a la vez activos- que posibiliten el ejercicio de los mismos .
Los otros son condición esencial e indispensable -sine qua non- para la existencia y ejercicio de los derechos.
Lo colectivo es auténticamente colectivo -y no vulgar ejercicio de poder de unos sobre otros- cuando los derechos de todos encastran en forma debida, potenciando el de cada uno, aun en el acto de limitarlo.
En ese encastre no se pierden derechos sino aspectos o formas de instrumentación de los mismos: niños y niñas no pierden su derecho a la libertad por verse obligados a concurrir a la escuela, ni la ciudadanía su derecho a circular por la imposición de un peaje o la momentánea interrupción de la ruta por otros que están peleando por su derecho al trabajo y la vida.
Es que en la difícil convivencia que implica toda construcción social, todos debemos ceder “partes” de nuestros derechos, pero no la integralidad de los mismos en cuanto a derechos fundamentales, y esa es condición dialéctica para poder tener y ejercer derechos, los que se afirman justamente en sus pérdidas parciales.
En esa cesión o pérdida, voluntaria o no, debe existir un factor de racionalidad que justifique la misma, el que debe supeditarse a un control más estricto y terminante en función de la importancia y esencialidad de las partes o aspectos del derecho que debo ceder.
Claro que, así como el derecho se construye y reconstruye al interior de las relaciones sociales, las que a su vez se vinculan y sustentan en un determinado modo de producción, el control de racionalidad no es ajeno a este proceso: siempre es una racionalidad teñida de intereses e ideologías.
Ahora bien, los manifestantes llamados “anticuarentena” pueden ejercer su derecho a la vida y reclamar por garantías a la libertad porque otros deben renunciar a partes de sus derechos y trabajar en plena pandemia en la elaboración y distribución de alimentos, o en actividades tales como el suministro de energía o el cuidado de los caminos, y otras tantas sin las cuales no podrían vivir. Sustentan sus demandas en una racionalidad miope y perversa .
En una sociedad construida alrededor de una determinada ideología de clase se convencen que deben respetarse sus partes de derechos supuestamente avasalladas, aunque para ejercitar los mismos en la forma íntegra pretendida necesiten que otros sacrifiquen partes mayores de derechos más importantes y esenciales.
No son esos reclamos inconsistentes los que debieran ser atendidos, sino los otros, los que habitualmente no se ven ni son motivo de atención, pero existen y se sustentan en una razón vinculada a la vida de las mayorías, a los que me referí en los puntos anteriores.
Y sin embargo son justamente esos reclamos de minorías los únicos que son realmente objeto de atención de lo que se conoce como opinión pública, lo que no deja de evidenciar el carácter de clase de la sociedad en que vivimos.
En todo caso corresponde diferenciar entre reclamos y reclamos, atendiendo como corresponde a los de una parte importante de la población que sufre realmente la vulneración de derechos humanos fundamentales y desestimando sin más los que sólo se sustentan en una visión distorsionada de lo que es -o debe ser- un derecho en el contexto de cualquier sociedad.
El desafío es reinstalar el análisis y el debate en donde deben estar y desarrollarse, y no donde el egoísmo de minorías con poder los lleva.
Buenos Aires, julio de 2020.
Regreso al contenido